Recapitulo porque varios lo han escrito: un notable investigador de la literatura mexicana y escritor (Guillermo Sheridan), descubre y da a conocer el plagio de una tesis de licenciatura realizado por la ministra de la Corte, Yasmín Esquivel. Encuentra un medio (el portal Latinus) para divulgarlo. De inmediato, y como no podía ser de otro modo, en redes se desata una ola de indignación por el robo descarado de un trabajo intelectual. El caso llega a los medios que multiplican su visibilidad. La UNAM informa que en efecto existe “un alto nivel de coincidencia” entre las tesis e instala un mecanismo para investigar y eventualmente sancionar. Mientras, anuncia una serie de medidas para intentar contener eventuales plagios. La ministra que pretendía presidir la Corte, obtiene en la primera ronda de votación solamente dos votos a su favor (uno, el de ella).
Hasta aquí, una serie de reacciones íntegras ante una conducta inaceptable. Un escritor encuentra y denuncia, un medio virtual lo expone al público, múltiples voces en las redes y los medios condenan los hechos. La UNAM toma cartas en el asunto y diseña filtros para que (hasta donde esto es posible) no vuelva a suceder, y la inmensa mayoría de los ministros de la Corte asumen que no pueden llevar a la presidencia de su colegiado a una presunta plagiaria.
De esa espiral virtuosa, sin embargo, se excluye el presidente de la República. Tratando de minimizar la falta de la ministra, dicta que “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”, que son otros, los acusadores, quienes han causado más daño a México y que carecen de la autoridad moral para señalarla. (No me detengo en la lógica-ilógica de la “argumentación”).
Y dado el banderazo de salida, cientos de seguidores del presidente se sumaron en redes a sus dichos. Atacaron a Sheridan y prácticamente exoneraron a la ministra. El mundo al revés. Como si para ser partidario de la actual administración se requiriera demostrar públicamente la más completa subordinación. Defender lo indefendible pareció ser la consigna, como muestra de pertenencia a un colectivo que cree que en su realidad alternativa el plagio es intrascendente si lo comete uno de los suyos.
Fenómeno preocupante que solo desde la más lejana distancia puede verse como curioso. La inmensa mayoría de las personas requiere sentirse parte de algún colectivo para no vivir en la absoluta intemperie. Esa pertenencia puede ser simbólica, difusa, militante, y suele tener muy diversos grados de intensidad. Y es ésta última la que define el grado de ardor de esa adscripción. Todo parece indicar que demasiados seguidores de la actual administración se han convertido en auténticos fanáticos, incapaces de pensar por sí mismos y dispuestos a repetir de manera mecánica las consignas del presidente. Como escribió Enrique Serna: “El presidente y los aduladores que lo rodean hubieran podido salir ilesos del plagio cometido por la ministra Esquivel: bastaba con reconocer en público la gravedad de ese fraude académico y persuadirla de renunciar a su cargo” (Milenio, 6-1-23). Pero no. El presidente está convencido que puede construir “realidades” alternas, exige devoción y ésta no puede ser sino absoluta, y hay quienes están dispuestos a la obediencia ciega. De tal suerte que incluso ante conductas indefendibles son capaces de mostrar fidelidad perruna, de convertirse en eco de la voz del jefe (y si no lo cree, asómese al desplegado de los gobernadores luego del accidente el Metro).
Profesor de la UNAM
José Woldenberg
Periódico el Universal
Opinión 10/01/2023