Netflix estrenó hace poco una serie llamada Transatlántico donde relata la vida de los refugiados del nazismo en el Hotel Splendid, y más tarde, en una villa de Marsella. Los pintores surrealistas André Bretón, Marc Chagall, Max Ernst y la pensadora Hannah Arendt, conviven con prisioneros fugados de campos de concentración, y africanos que ayudan a la Resistencia francesa y al servicio de espías británicos que siguen tratando de liberar presos de la salida de Dunkerque. Pero la historia principal es el enamoramiento —es Netflix— entre una rica heredera de la compañía de Chicago que inventó la calefacción para los vagones de trenes, Mary Jane Gold, y el joven alemán, Albert Hirschman. Ella usa su herencia para ayudar a Varian Fry, dirigente del Comité de Rescate de Emergencia, cuyo objetivo es sacar judíos de la Alemania Nazi. En la vida real, tuvieron un éxito relativo al pasar por la frontera con España hacia Lisboa o con documentos falsos vía los barcos a cerca de dos mil personas, mientras que —y hay que presumirlo, aunque Netflix no tenga una serie sobre él— el Cónsul mexicano, Gilberto Bosques, logró rescatar a 30 mil, que vinieron a México, nada más ni nada menos, que a seguir vivos.
Digo esto porque la serie de Netflix me hizo releer a Albert Hirschman, que no era el seductor amante de Mary Jane Gold, sino un militante anti-fascista que participó en la Resistencia francesa y en la lucha contra la dictadura de Franco en España. A los 87 años escribió un ensayo llamado La retórica de la reacción, y a eso se refiere el título de esta columna, porque el texto de Hirschman sigue siendo crucial para entender a la reacción, entre otras, la de Claudio X. González y sus tres partidos franquicia. De eso tratará esta videocolumna.
Hirschman analiza tres componentes de la reacción a tomar en cuenta: uno es que todo cambio acaba por pervertirse; dos: que es inútil la transformación porque no resuelve los problemas estructurales; y la tercera es que cambiar implica un riesgo de “lo que puede venir después”, que es siempre es un desastre. A estas tres condiciones les llama “perversidad, futilidad, y peligro”, y las podemos ver en el discurso de nuestras tres derechas: la católica-empresarial; la heredera de los cristeros, y la que se dice “socialdemócrata”, como el PRD, el PRI, el Partido del Movimiento Ciudadano, y sus afluentes entre los catedráticos y los medios corporativos con sus periodistas “imparciales”. Pueden sintetizarse en tres frases: el cambio “se va a descomponer y servirá al propósito contrario que enuncia”, el cambio “no va a servir”, y el cambio “provocará la destrucción de lo valioso”. Pero veamos más en detalle lo que Hirschman veía en la derecha reaccionaria en los años de Reagan, Thatcher, Pinochet, y acá, humildemente, del PRIAN de Carlos Salinas de Gortari.
La perversión de algo en su contrario está presente: escuchamos a los opositores reaccionarios decir todos los días que demasiada democracia producirá una dictadura y que los programas de contención de la pobreza, producirán más pobres. Así de estrambótico como suena, lo dicen y no se carcajean a continuación. Hirschman nos hace la historia de esta idea que se tomó como un dogma: si la Revolución francesa, que luchaba por la igualdad, fraternidad y libertad, terminó en el Terror y en la dictadura imperial de Napoleón, toda transformación progresista llevará a ese mismo desenlace. Quien enunció el dogma, Edmund Burke, el padre del pensamiento reaccionario, se olvidó de que fue el acoso contra la Revolución francesa de parte de la Santa Alianza de la Rusia zarista, Prusia, Austria y más tarde, Gran Bretaña, que buscaban ahorcarla con embargos, ejércitos invasores, y sabotaje, lo que endureció y radicalizó a los revolucionarios franceses. No fue, pues, una ley de alguna inexistente “ciencia de la historia”, sino la consecuencia de la intervención de los absolutismos y de la Inglaterra imperialista. Era lo contrario de la “mano invisible del mercado”, el sustituto secular de Adam Smith para la Divina Providencia, que hace un bien colectivo de la suma de personas persiguiendo su interés personal. Aquí es lo contrario: los revolucionarios que persiguen el bien público, terminan sirviendo, sin saber cómo, a los vicios de unos cuantos privados. Es una forma de pesimismo que ve en la acción humana un inminente involución. Es el paso de la confianza en el progreso al romaticismo alemán. Pero no nos vayamos hasta inicios del siglo XIX: ahora mismo, la derecha reaccionaria busca desalentarnos, diciendo que deberíamos estar “decepcionados” de López Obrador y su nuevo modelo de política, y si no lo estamos, vivimos engañados o somos ilusos. Al desaliento que deberíamos sentir por el sólo hecho de que ellos nos consideren “inteligentes”, la derecha le añade otras formas de pesimismo dogmático: el “todos son iguales”, “las cosas de la política nunca cambian y el cambio sólo está en ti”, además del consabido, “las cosas cambian siempre para peor”. La reacción siempre estará contra la esperanza. La única ilusión que alguna vez creó por ahí de 1989, fue que no vivimos en una sociedad desigual por motivos de clase social, región del país, género, discapacidad, color de piel, y aspecto físico, sino en una donde sólo se premia el esfuerzo y el talento. La meritocracia ya merito es una forma de la fe. Pero es siempre la izquierda la que ha dominado la esperanza. La derecha es casi siempre resultado del miedo.
La perversión del resultado de las buenas intenciones encuentra dos fórmulas actuales: la democratización como un proceso en el que los antes excluidos del debate y las decisiones públicas se va ampliando, sólo puede conducirnos al absolutismo, a la dictadura de la mayoría o a la de un solo líder carismático que embelesa a los ilusos. Y son ilusos porque, se supone, no saben de política, pero basta ver las respuestas a temas públicos de los apoyadores de López Obrador contra las ridículas conspiraciones “comunistas” de las señoras de las marchas del “INE no se toca”, para demostrar que la estupidez pública, la distorsión informativa, y los prejuicios están del lado del Frente Opositor, Latinus, y la Suprema Corte de Justicia. Uno de estos prejuicios nos viene de la falsa idea de que, por separado, los individuos son racionales, pero, en grupo son emocionales, irracionales, vengativos, e irracundos, susceptibles de ser “hipnotizados” por el líder. Esta idea se la debemos a Gustave Le Bon y a su admirado Herbert Spencer, que la llevaron a las mayorías parlamentarias, donde —argumentan— por querer hacer un bien, crean más burocracia, más gasto público, y por tanto, tendrán un resultado inverso al que se proponen. Estos dos pensadores propiciaron el fascismo europeo en su momento.
El otro sesgo fundamentalista es el de que ayudar a los más pobres genera más pobreza. Esto se puede ver en los ataques de los neoliberales al salario mínimo que —decían sin mucha evidencia—, aumentaba la inflación porque había más gente demandando mercancías. O en la idea de Reagan y los Bush de que había que “premiar” la riqueza con exenciones fiscales y “castigar” la pobreza quitando programas sociales porque los pobres se volvían ociosos y negligentes si tenían el dinero asegurado. Esto jamás se probó en la realidad, sino como dogma neoliberal, y los datos de la disminución de la pobreza y de la desigualdad entre los más ricos y los más pobres, y que los beneficiarios de los programas de López Obrador son los que más horas trabajan, son tan contundentes, que los medios eligieron mejor ni hablar del tema. El efecto perverso de todo cambio, tiene, agrega Hirschman, una base religiosa: ahí donde los hombres y mujeres quieren reorganizar su mundo, incurren en soberbia, y por tanto serán castigados con una consecuencia inesperada e inversa a la que buscaban.
Ahora vayamos a la segunda favorita de la retórica reaccionaria: la irrelevancia de los cambios, que Hirschman llama “futilidad”. Hirschman lo define así: (para la reacción) “el intento de cambio es abortivo, ya que de una forma u otra cualquier supuesto cambio es, fue o será en gran medida superficial, fachada, cosmético y, por tanto, ilusorio, ya que las estructuras “profundas” de la sociedad permanecen totalmente intactas”. Aquí vemos a muchos de la derecha reaccionaria pero también otros, pocos, de la izquierda radical que no creen en elecciones, ni en el Estado, ni en otros que no sean sus vecinos. Es la regla de la inmovilidad. Así, la reacción dirá que el PRI es Morena y no el PRI que postula a Xóchitl Gálvez, por ridículo que parezca. Dirá que hay “dedazo” incluso con cinco encuestas espejo. Todo es igual a lo que ya ocurrió: si veo un camión, hay acarreo. Que hay “elección de Estado” cuando la gente votó en el Estado de México casi como lo había hecho en 2018, cuando Morena no tenía la Presidencia de la República. Se dirá que, con Claudia Sheinbaum se instalará un “Maximato” de López Obrador sin pestañear por el simple hecho de que, cuando Plutarco Elías Calles, no había elecciones ni siquiera simuladas y, por ende, esa figura política de control caciquil sólo se puede dar en ausencia de democracia, con jefes militares regionales, con cuartelazos asechando en cada esquina. La futilidad de todo, esa resignación intelectual, a que “todo cambia para seguir igual”, en la expresión siciliana de Giuseppe de Lampedusa. O, como escribió Tocqueville: “No hay cambio sino la ilusión del cambio”. Esto hermana a los que creen que todo es espectáculo, que el tren al AIFA era un simulador, que la “mañanera” sólo es “bla-bla-bla”, y que todos son iguales. De hecho, Hirschman traza la historia de esto hasta la idea de Gaetano Mosca a inicios del siglo XX, que inventó el término “clase política”, un grupo inamovible que se hacía votar por una mayoría que lo legitimaba. Así, la democracia para Mosca no existía más que como mentira. Está, digamos, muy mosqueada. Otro italiano contemporáneo, Vilifredo Pareto, es el antecedente de gente como Milei, Trump, y Salinas Pliego, es decir, los que creen que el Estado está constituido por un grupo que explota a los demás cobrándoles impuestos. En vez de que la explotación se haga por los propietarios de los medios para producir mercancías, Pareto ve la misma en la “élite de la burocracia política” explotando al resto. Pareto tampoco creía en los programas sociales sino en el aumento total de la riqueza para distribuir mejor, un antecedente del reparto por “goteo” de los neoliberales. Los sindicatos, los partidos, eran una oligarquía que detentaba el poder siempre y no había necesidad del sufragio de los ciudadanos. Escribe Hirschman: “El efecto perverso ve el mundo social como notablemente volátil, y cada movimiento conduce inmediatamente a una variedad de contraataques insospechados; los defensores de la futilidad, por el contrario, ven el mundo como algo altamente estructurado y que evoluciona según leyes inmanentes, que las acciones humanas son ridículamente impotentes para modificar”. Así, la futilidad de toda acción política conduce a nuestros reaccionarios, aquí sí de derecha y de izquierda, al mismo callejón de no probar programas, organizaciones, rutas distintas, sino desecharlas desde antes de implementadas por no poder afectar una estructura inamovible que siempre triunfará por sobre las voluntades colectivas. Escribe Hirschman: “Aunque se diga, indistintamente, que las políticas y los programas son ingenuos o egoístamente astutos, la tesis de la inutilidad se nutre del “desenmascaramiento” o la “exposición”, de la demostración de la inconsistencia entre los propósitos proclamados (establecimiento de instituciones democráticas o de programas de bienestar redistributivos) y la práctica real (continuación de la política social). El problema con este argumento es que se proclama su inutilidad demasiado pronto. Se aprovecha la primera evidencia de que un programa no funciona de la manera anunciada o prevista, de que está siendo obstaculizado o desviado por estructuras e intereses existentes. Hay una prisa por emitir juicios y no se tiene en cuenta el aprendizaje social ni la formulación de políticas correctivas incrementales”. Y, al final, dice el buen Albert: “Sólo de vez en cuando uno quisiera verlos un poco menos desengañados y amargados, tal vez con un toque de esa ingenuidad que tanto se empeñan en denunciar, con cierta apertura a lo inesperado, hacia lo posible”.
Ahora vamos a la última táctica retórica de la reacción, el riesgo, el peligro para México, para evocar con nostalgia la campaña negra que Felipe Calderón y la Coparmex le hicieron a López Obrador para anticipar el fraude de 2006. No es que sostengan que la reforma propuesta en sí es incorrecta; más bien, afirman que “conducirá a una secuencia de acontecimientos tales que sería peligroso, imprudente o simplemente indeseable avanzar en la dirección propuesta (intrínsecamente correcta o justa)”. Así, no están mal los programas sociales, si no fuera porque conducen a endeudar al país o a tener que gastar cada vez más de los impuestos para sostenerlos. Esa una de las cinco o seis posiciones de Xóchitl Gálvez, siendo una la de que los beneficiarios son unos “huevones”. La oposición en los medios ha sido rica en anunciar peligros: desde que la vacunación tardaría 137 años a que un decreto para agilizar los trámites de las obras podía convertirse en un “golpe de Estado”, como anunció Denise Dresser. A eso se están refiriendo normalmente cuando se les saltan los ojos por “la destrucción de México”, a que no se vale poner en riesgo viejas estructuras, como el INE, el de la Transparencia, o la Policía Federal, cuando lo nuevo que se propone, a lo mejor resulta peor. Es un fatalismo, que combina perfecto con la consecuencia inesperada y la inmovilidad de todo y dice: lo que perdemos es más valioso que lo que ganamos. Es el “un paso adelante que es dos pasos hacia atrás”. Es el enraizado en la clase media mexicana: “más vale malo por conocido que bueno por conocer”. Es pura desconfianza del cambio. Lo que le ha sucedido a la reacción es confundir lo probable con lo posible: sí, en efecto, lo que es posible no siempre se refleja en lo que realmente sucedió y, así, el establecimiento de un nuevo procedimiento para elegir consejeros electorales no devino en el fin de la democracia, como lo aseguraron los opositores y los pobres que fueron a su marcha “rosa”. El problema con esta estrategia, es que la mayoría no valoramos ninguna de las instituciones que nos dicen que van a ser barridas, destruidas, por lo nuevo. Tendríamos que tenerles apego o respeto para sentir que deben ser salvadas de los cambios. Y esto no es así, al menos, en la mayoría de los electores mexicanos.
El cambio, o trae lo contrario de lo que intenta o no sirve de nada porque todo es inamovible y ahistórico, o implica el peligro de tirar el agua sucia de la bañera con todo y el niño. Esas tres tácticas retóricas del bloque opositor, conformado por el McPRIAN, el sistema judicial, el sistema mediático corporativo, y algunas organizaciones no-gubernamentales, la perversión, la futilidad y el peligro, no les han dado los frutos que Claudio X. esperaba. En la nueva encuesta de María de las Heras-Demotecnia, la candidata de ese bloque tiene una intención de voto de 13 por ciento. Pero me dio el pretexto de releer a Albert Hirschman y pensar que fue un pensador mucho más interesante que el guapo de la serie en Netflix.
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